Paracaídas
Un paracaidas es un artefacto diseñado para amortiguar los choques de una caída y evitar que te hagas picadillo contra el duro pavimento (aunque su efectividad dista mucho de acercarse al 100%). Es un artilugio de uso exclusivo para la seguridad del humano promedio y las gaviotas bañadas en petróleo. Al paracaidas le encanta caer en lodo de cerdos.
Historia
El inventor de este exitoso invento es el honorable señor Benito Camelo, que aprovechó su viaje a la Luna con el Apolo 69. Como allí no había demasiada gravedad, engañó a todos diciendo que su artefacto era de gran eficacia y utilidad, autentificando así su "invento". Otro intento más fiable fue el de Johnny Latengo, vecino de don Benito que aventó a su perro equipado con un paracaídas desde un globo, pero el perro murió en la caída. Para evitar la maledicencia de las malas lenguas, sobornó a un selecto grupo de veterinarios para que dijeran que el perro había fallecido lamentablemente de un infarto y así evitar tener que recluirse en la fabrica de chocolate de Willy Wonka como medida sustitutiva de prisión.
Su segundo intento fue mas sensato: usó un gato (que siempre caen de pie, por si no lo sabías). El gato cayó de pie, y falleció instantáneamente al incrustarse en una vaca. No obstante, el intento logró convencer a los inspectores de la oficina de patentes, que le dieron la Patente Nº: 000000¡Ay!, siendo el segundo invento registrado en esta nación, despues de los condones con sabor a fresa.
Su uso
El paracaídas se usa para parar las caídas en saltos de aviación. Si es usted un usuario inexperto, puede contar con un instructor especial adosado a la espalda que le va susurrando al oído palabras tranquilizadoras en caso de fallo de funcionamiento del sistema de apertura. Tras estas tranquilizadoras palabras de ánimo, el instructor adosado se aleja cielo arriba con su paracaídas de emergencia mientras usted disfruta de un relajado estampamiento contra el suelo.
Funcionamiento
El sistema de funcionamiento del paracaídas es simple cual lata de aceitunas: en primer lugar, es necesario que el usuario del paracaídas se lo ajuste adecuadamente a su espalda. Hay que diferenciar correctamente el paracaídas de la mochila-botiquín, si no quiere sorprenderse a sí mismo a doce mil metros de altura en plena caída libre entre una nube de tiritas, vendas, gasas y desinfectante. La parte buena de esta equivocación será que siempre podrá echar mano de todas esas tiritas para arreglar los desperfectos una vez llegado al suelo.
Una vez identificado y colocado el paracaídas, el siguiente paso será elevarse hasta una altura suficiente como para arrojarse sin preocuparse de que al paracaídas no le dé tiempo a abrirse por completo antes de besar el suelo. Para ello, puede usted seguir el método fácil (avión) o el método complicado (escalada al Everest). Una opción intermedia será coger el ascensor hasta el último piso de su edificio, pero esto sólo funcionará en el caso de que usted viva en el Empire State Building, o similares.
Ahora que nos hemos colocado el paracaídas y sobrevolamos el Océano Pacífico a doce mil metros de altitud, tenemos todo listo para saltar. No obstante, si no confía demasiado en sus habilidades natatorias como para cruzar el Océano Pacífico a nado, tal vez prefiera aguardar a que el avión sobrevuele tierra firme. Puede entretener la espera sustituyendo disimuladamente los paracaídas de sus acompañantes por eficaces mochilas-botiquín, y fumando cigarrillos en la cabina despresurizada.
Ya estamos preparados para el último paso: apertura de puertas y lanzamiento de cabeza. Probablemente habrá visto usted esas películas en las que los paracaidistas se lanzan de espaldas. No son paracaidistas, son buzos. Son cosas diferentes. Lo que hace falta aquí es una buena dosis de confianza ciega en los fabricantes de paracaídas, una firme predisposición a la aventura, nervios de acero, y una buena patada en el culo propinada por el instructor. ¡Alehop! Ya estamos camino a tierra firme. En caso de catástrofe, el implacable impulso gravitatorio garantizará un rápido descenso a los infiernos.
Tras hacer unas cuantas cabriolas, volteretas y figuras estilizadas en el aire, y después de haber expulsado el contenido estomacal por ambas direcciones simultáneamente, nos apercibimos de que las pequeñas figuritas que se vislumbran allá en el suelo van aumentando de tamaño a velocidad alarmante. Va siendo hora de hacer aquello que nos había dicho el instructor... ¿Qué era?... ¿Qué era?... ¡Ah, sí! Había que tirar de la anilla. Veamos, ¿dónde estará la dichosa anilla? En efecto, debería haber prestado más atención a las palabras del instructor. Pero en fin, usted no podía contar con que el instructor en cuestión tuviera diecinueve años y un escote del tamaño de las fosa de las Marianas.
Bueno, hemos encontrado la anilla. Hemos tirado de la anilla. Es extraño, la velocidad no parece reducirse. No, no hemos notado ningún tirón en nuestra espalda. No, tampoco se ha abierto ninguna tela sobre nuestras cabezas. Sí, las figuritas del fondo ya se perciben con claridad meridiana. Calma, calma. Sabíamos que esto podía ocurrir. El instructor del escote mencionó algo referente a un paracaídas de emergencia. Habrá que darse prisa, has estado a punto de comerte las sabanas recién tendidas de una señora. Debe de haber una segunda anilla por aquí cerca... No, eso era el cinturón; nos despedimos de los pantalones; con suerte, los veremos abajo del todo. Estás algo confuso; evitar que la muerte te sorprendiera sin pantalones había sido hasta entonces el único objetivo de tu vida. Miras abajo, ya puedes ver las expresiones horrorizadas de los transeúntes que te señalan con el dedo con toda claridad. Se te ocurre que tal vez el Océano Pacífico habría sido una opción mejor. Piensas que tal vez tengas suerte, hay una gran proporción de mujeres obesas en la ciudad. Ahora que te fijas, a fin de cuentas, la mochila-botiquín también habría sido una opción mejor. En el último instante, ves pasar toda tu vida a gran velocidad ante tus ojos. No, espera: era una valla publicitaria.