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Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia fue un uruguasho que alguna vez se dijo que era el mejor escritor en español. Ah no, ese fue Cervantes. Entonces, el mejor de Latinoamérica. Tampoco, ese fue García Márquez. Bueno, quizá el mejor del Cono Sur. Espera, ese fue Borges. Entonces, el mejor de Uruguay. Híjole, ese ya era Horacio Quiroga. En fin, escribió cosas y con eso alcanzó para que lo recordaran.

Su poesía migajera logró convencer a varias generaciones de que el romance todavía existe, al grado de que terminó apareciendo en la película El lado oscuro del corazón, donde ni siquiera hace de él mismo, porque para eso contrataron a un actor que parecía más poético.

Los primeros años en el medio del campo

Benedetti nació en 1920 en Paso de los Toros, localidad que inmediatamente lo puso en desventaja geográfica respecto a Jorge Luis Borges, quien tuvo la cortesía de nacer en Buenos Aires. Claro, también ayudó que Borges fuera Borges y Benedetti fuera, bueno, Benedetti.

Sus viejos le pusieron Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno, como si estuvieran compensando por adelantado la falta de un Premio Nobel. Tanto nombre para alguien que después escribiría que se puede estar triste sin estar de duelo y feliz sin estar de parabienes, versos que suenan profundos hasta que uno se da cuenta de que Octavio Paz ya había inventado la profundidad poética décadas antes.

A los cuatro años se mudó a Montevideo, donde descubrió que la capital tampoco era París, pero al menos tenía más de un cine. Estudió en el Colegio Alemán hasta que la Segunda Guerra Mundial hizo que eso sonara medio jodido, momento en el cual se pasó al liceo Miranda para completar el bachillerato como corresponde.

Los primeros laburos y descubrimientos

Su primer trabajo fue vendiendo repuestos para autos, profesión que le enseñó que las bujías no generan la misma inspiración que los endecasílabos. La experiencia duró lo suficiente para confirmar que su futuro no estaba en los carburadores, descubrimiento que sus futuros lectores agradecerían con moderación.

En 1945 publicó La víspera indeleble, su primer libro de poesía, título que suena como si Vicente Huidobro hubiera tenido un día flojo. Pero Huidobro ya había inventado el creacionismo y estaba ocupado siendo genial en Chile, así que otra vez Benedetti llegaba medio tarde al concurso de quién suena más vanguardista.

La época de Marcha y la crítica

Se hizo crítico literario del semanario Marcha, donde finalmente encontró su vocación: opinar sobre lo que escribían otros. Era como ser Harold Bloom, pero en Montevideo y sin la biblioteca infinita. Durante estos años desarrolló su teoría de que había que escribir sobre la cotidianeidad, muy original excepto que Juan Carlos Onetti ya venía haciendo eso desde antes y con más onda.

Mientras Pablo Neruda andaba conquistando el mundo con sus odas elementales, Benedetti perfeccionaba el arte de encontrar poesía en las oficinas del Estado uruguayo, tema que resultó ser más universal de lo que esperaba, aunque menos premiado internacionalmente.

La tregua y el éxito relativo

En 1960 publicó La tregua, novela sobre Martín Santomé, un empleado público que descubre el amor a los cincuenta y nueve. La obra tuvo éxito internacional, aunque hay que reconocer que García Márquez aún no había soltado Cien años de soledad, así que la competencia estaba algo floja.

El libro se filmó en Argentina, México y otros lugares donde aparentemente no habían leído Pedro Páramo todavía. Fue nominada al Premio Oscar, honor que comparte con otras producciones que tampoco se llevaron la estatuilla dorada a casa.

El poeta de los que se enamoran en el bondi

Benedetti se especializó en versos sobre el amor que podían caber en cartas y después en WhatsApp. Escribió que no te salves, no te quedes inmóvil al borde del camino, no congeles el júbilo, consejos que él mismo no siguió cuando la cosa se puso brava y tuvo que mandarse a mudar del país.

Su poesía defendía que la vida es hoy y es también después, mientras César Vallejo ya había escrito Poemas humanos y Vicente Huidobro había inventado movimientos literarios enteros. Pero el público prefería a alguien que rimara corazón con pasión antes que descifrar el creacionismo, así que Benedetti encontró su nicho.

El amor, las mujeres y el mercado

Su libro El amor, las mujeres y la vida vendió como empanadas en el Estadio Centenario, corroborando que hay más demanda para la poesía digestible que para Trilce. Escribía que el olvido está lleno de memoria y que después de todo la muerte es solo un síntoma de que hubo vida, frases que pegaron más que los versos herméticos de Oliverio Girondo.

Mientras Octavio Paz ganaba el Premio Nobel por reinventar la poesía mexicana, Benedetti conquistaba corazones escribiendo que te quiero porque tus manos trabajan por la justicia, verso que funcionó mejor en las dedicatorias que en las antologías académicas.

El exilio o la gira sudamericana involuntaria

La dictadura uruguaya lo mandó al exilio en 1973, momento en que descubrió que compartía destino con medio continente. Por desgracia para su singularidad, Julio Cortázar ya era famoso en París, Mario Vargas Llosa andaba triunfando desde Londres, y hasta Roberto Bolaño estaba por ahí siendo genial desde España.

Escribió sobre la nostalgia del exilio en libros como Cotidianas, tema que también exploraron Juan Gelman, Cristina Peri Rossi y otros escritores que tuvieron la misma mala suerte histórica pero mejores conexiones editoriales. Desde Madrid cantaba que el sur también existe, verso que llegó al norte pero no tanto como Rayuela.

Geografías y mapas sentimentales

Durante el exilio perfeccionó su estilo de poeta cartográfico: aquí se respira un aire que es como respirar el tiempo, escribía desde Europa, recordando que en Montevideo el aire sabe diferente. Sus versos circularon como cartas familiares entre uruguayos dispersos, nicho de mercado que Borges jamás consideró explotar.

Defendía que uno se despide de muchas cosas al irse de Montevideo, mientras Onetti ya había convertido la nostalgia ciudadana en arte mayor con Santa María. Pero Benedetti tenía la ventaja de escribir claro, cualidad que no todos los genios poseen.

El regreso del que nunca fue el mejor

Volvió a Uruguay en 1983 con la democracia para descubrir que doce años de ausencia lo habían convertido en institución cultural ambulante. Sus recitales llenaban el Teatro Solís, sus libros se vendían en Tristán Narvaja, y hasta los que no leían poesía sabían algún verso suyo.

Mientras tanto, el Boom latinoamericano había redefinido la literatura continental, Isabel Allende escribía best-sellers desde el exilio, y Roberto Bolaño se preparaba para revolucionar la narrativa hispanoamericana. Pero el público uruguayo recibió a Benedetti como a un prócer patrio, lo cual siempre reconforta.

Los últimos años y la posteridad

Siguió escribiendo hasta ponerse viejo, comprobando que la inspiración no se jubila aunque el BPS lo autorice. Sus últimos libros ratificaron que había encontrado su fórmula: escribir sobre lo que todos sienten pero no saben decir, técnica que Pablo Neruda había dominado décadas antes pero con más premios.

Se murió en 2009 a los ochenta y ocho años, dejando una obra que sigue apareciendo en antologías escolares y redes sociales por igual. Su velorio fue en el Palacio Legislativo, honor reservado para próceres, categoría en la que había entrado sin ganar ningún premio mayor.

El legado del casi mejor

Mario Benedetti tal vez no fue el mejor escritor en español, ni de Latinoamérica, ni del Cono Sur, ni siquiera de Uruguay, pero consiguió algo que pocos logran: que sus palabras se peguen en la memoria colectiva como publicidad exitosa. Sus poemas andan sueltos por Montevideo, tatuados en brazos, citados en conversaciones, escritos en paredes de facultades.

No ganó el Premio Cervantes hasta 1999, cuando ya todos los otros candidatos habían pasado por la ceremonia, ni el Premio Nobel, que sigue esperando a algún uruguayo desde José Enrique Rodó. Pero ganó algo que Harold Bloom nunca incluyó en su canon occidental: que la gente común sepa sus versos de memoria y los use para ligarse a alguien en el bondi.

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