Benito Pérez Galdós
| Nacimiento Defunción | El siglo XIX, cuando ser cotilla era una profesión respetable |
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| Estado actual | Tan muerto como sus obras de teatro |
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| Lugar de residencia | Madrid (acechando tras las cortinas) |
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| Sobrenombres | El abuelo, Don Benito el pesado, El mirón de Madrid |
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| Se dedica a | Mirón profesional con licencia literaria |
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| Origen | Españistán |
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| Hazañas logradas | Aburrir a medio país con novelas interminables sobre gente que no existía |
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| Relaciones | Enamorado de su prima (típico) |
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| Enemigos | Los críticos, el público teatral y cualquier editor con sentido común |
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| Obras | 80+ libros que nadie ha terminado de leer |
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Este caballero que ven ustedes en el daguerrotipo, de nombre Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 10 de mayo de 1843 – Madritopía, 4 de enero de 1920), fue un señor que, no sabiendo si dedicarse a contar las penas de España, a ponerlas en un teatrillo, a escribirlas en el periódico del día o a discutirlas en el Congreso hasta que doliera la rabadilla, decidió hacer todo a la vez.[1]
Dicen los que saben de estas cosas (y los que no, también, que en España opinar es gratis y por eso todos lo hacen aunque no sepan) que fue uno de los que le quitaron el colorete y el corsé a la novela patria. Se acabó el suspirar por damas pálidas en torreones; con don Benito llegó la era de la cuenta del tendero, la vecina chismosa y el catarro mal curado. Eso que los finos llamaron realismo. Tan lejos llegó el alboroto que algunos, con más entusiasmo que prudencia, lo sentaron a la mesa de don Miguel de Cervantes, a ver si le aguantaba la conversación. Parece que sí (aunque es de suponer que Cervantes, siendo soldado, contaría mejores batallitas.)
En efecto, el hombre transformó el cotarro de las letras. Donde antes había éxtasis y puñales, él puso garbanzos y análisis psicológicos, que alimentan más y matan menos[cita requerida.... nah]. Un tal Max Aub, que de esto entendía un rato, vino a decir que Galdós hizo con el pueblo lo que un buen cocinero con un caldo: lo cogió, le dio su hervor, le añadió su arte y se lo devolvió a la gente para que se reconociera en el sabor. Un piropo de categoría, vamos, de los que se apuntan en la servilleta que se enmarca. Y por si fuera poco, se metió en la Real Academia Española en 1897, seguramente para asegurarse de que nadie le movía las comas de sitio.
Un canario con prisas (Biografía para los que tienen poco tiempo)
Nació el mozo en Las Palmas, en el seno de una familia con posibles y con diez hijos, que se ve que la tele no la habían inventado. Antes de ser escritor a tiempo completo, se estrenó en el arte del drama montando uno en casa: como era un degenerado, se enamoró hasta las cachas de su prima Sisita. El escándalo fue de los que hacen cerrar las ventanas para que no se enteren los vecinos, con cartas secretas y un exilio forzoso para ella. De aquel lío nació su única hija reconocida, María, pero el altar lo esquivó con más habilidad que un torero a un miura. Se ve que una cosa era inspirarse en el drama y otra, muy distinta, tener que aguantarlo para desayunar.
Lo mandaron a Madrid a estudiar Derecho, una maniobra familiar clásica para quitar de en medio al sobrino problemático y, de paso, ver si se le pasaba la afición a preñar primas. Pero el joven Benito pronto descubrió que los tomos de Derecho Civil eran un somnífero de primera, mientras que las verduleras de Antón Martín discutiendo por el precio del repollo eran pura literatura. Y aunque no era precisamente un adonis (las fotos no mienten, el hombre tenía el atractivo de un funcionario de Correos con reuma), debía tener una labia que ni el mejor de sus personajes. Su agenda amorosa estaba más apretada que el corsé de una dama decimonónica, incluyendo un sonadísimo romance con otra fiera de las letras, Emilia Pardo Bazán. Se escribían unas cartas que subían el precio del pan y que demuestran que el sexting ya se había inventado, solo que tardaba más en llegar. Don Benito se dedicó entonces a pasear, a escuchar en los cafés y a tomar apuntes mentales, una forma elegante de decir "a cotillear con fines literarios". La abogacía española perdió un leguleyo y ganó un genio. No se puede tener todo.
Empezó a escribir como si le pagaran por palabra (que a veces era el caso) y desarrolló una capacidad productiva que hoy sería trending topic en Twitter bajo el hashtag #GaldósNoDuerme, aunque con más funas que gustos por abandonar a su sobrina, que de paso, era su hija. Su vida social era la de un vampiro de historias: salía lo justo para morderle la yugular a una buena anécdota y volver a su ataúd (su escritorio, vaya) a transcribirla. El universo, harto de que lo contara todo, intentó pararle quitándole la vista. Craso error. Contrató a un secretario y se puso a dictar, demostrando que su verborrea no dependía de los hojos, sino que era un estado del alma. Imparable. Murió en Madrid, la ciudad que había desmenuzado en miles de páginas, y a su entierro fue más gente que a la final de la Copa del Rey, demostrando que, a veces, los libros sí que importan, pero sólo esa vez.
Anticlericalismo y boicot al Premio Nobel
Don Benito no es que fuera ateo, es que padecía una especie de urticaria teológica cada vez que se cruzaba con un cura con ínfulas. Su gran pecado literario fue atreverse a sugerir que un cura era un ser humano: que sudaba en agosto, que a veces la homilía le salía regulera y que, ¡oh, sacrilegio!, podía tener pensamientos más terrenales que celestiales mientras pasaba el cepillo. Esto, en la España de la época, era más arriesgado que criticar la paella de una suegra valenciana.
Total, que por estas cosas, cuando en 1912 los suecos, gente ordenada y con gusto por los muebles desmontables, decidieron que el Nobel de ese año tenía que ser para un español con bigote, se desató en España la madre de todas las campañas de desprestigio. Imaginen a las señoras de bien dándose sofocos con el abanico, a los columnistas más carcas afilando sus plumas con agua bendita y a los obispos escribiendo cartas a Estocolmo en un latín macarrónico para explicar que premiar a Galdós era como darle el premio de la paz a Atila el Huno.[2]
Los pobres suecos, que bastante tenían con montar sus estanterías Billy, debieron de mirar aquel guirigay de sotanas y peinetas y pensar: «Mejor no nos metemos en las trifulcas de esta gente, que lo mismo nos excomulgan». Y así se quedó don Benito sin su medalla. Un disgusto que, conociéndole, debió de curar esa misma tarde sentándose a escribir otras trescientas páginas, mientras mascullaba algo parecido a: «Bah, menos galardones y más gente que me lea, que los premios no pagan la cuenta del tendero» cuando la verdad es que sí las pagan.
Los Episodios Nacionales
A don Benito, que debía de tener las estanterías de casa medio vacías, se le ocurrió una idea que hoy calificaríamos de demencial: rodar la mayor superproducción histórica de todos los tiempos, pero sin cámaras, sin actores y sin presupuesto. Solo con tinta y una paciencia de santo. Empezó con la Batalla de Trafalgar y, como quien empieza con una bolsa de fentanilo, ya no pudo parar. Al final le salieron 46 tomos, lo que hoy llamaríamos una "serie de Netflix de la época", pero en papel, con más enjundia y sin la opción de saltarse la intro.
El truco del almendruco era genial: coger un hecho histórico de los que salen en los libros gordos (la guerra con los franceses, los líos de Fernando VII, etc.) y colar de rondón a un personaje inventado, un Forrest Gump a la española, para que nos lo contara todo desde dentro. Así, de repente, no solo sabías que hubo una Batalla de Trafalgar, sino que a bordo del Santísima Trinidad iba un chaval llamado Gabriel de Araceli que estaba más preocupado por no mearse que por los cañones de Nelson. ¿Que los franceses invadieron Madrid? Claro, pero Galdós te contaba a qué olía el guiso que se le quemó a una vecina durante el levantamiento del 2 de Mayo. Galdós no inventaba los hechos, ¡inventaba los testigos! Le ponía cara, ojos y, a menudo, problemas de dinero a los momentos clave de la Historia.
Y todo esto, ¿para qué? Pues para algo revolucionario: conseguir que la Historia de España le importara un pimiento a alguien más que a cuatro eruditos con telarañas en las cejas. Antes de Galdós, la historia patria era una sopa de letras con nombres de reyes godos y fechas de batallas. Después de él, se convirtió en un culebrón nacional. Les dio a los españoles el contexto, el chisme, el salseo histórico que necesitaban para entender por qué su país era ese glorioso y caótico lío. Demostró que la Historia no era solo cosa de caballos montando generales, sino también de costureras, estudiantes y comerciantes que intentaban sobrevivir mientras el país se caía a pedazos. Al final, los Episodios fueron una especie de terapia de grupo en fascículos para un país con serios problemas de autoestima. Galdós le puso un espejo delante y le dijo: "Sí, somos un desastre, pero qué desastre más fascinante".[3]
Las otras novelas
Como si los 46 tomos de los Episodios no hubieran sido suficientes para dejarle los dedos como morcillas, el hombre miró su obra y debió pensar: «Esto está muy bien, mucha batalla y mucho rey, pero aquí falta salseo». Así que se arremangó y se dedicó a hacerle una autopsia en vivo al alma española de su tiempo. Con estas novelas inventó la novela moderna en España, que consistió en dejar de hablar de fantasmas en castillos y empezar a hablar del fantasma de no llegar a fin de mes. Se dice, se comenta, se rumorea, que mucho de lo que escribía sobre pasiones prohibidas y amores complicados lo sacaba directamente de su propia experiencia, que como ya hemos visto, daba para una trilogía y su precuela.
- Fortunata y Jacinta: La Capilla Sixtina del chismorreo hecho literatura. Es la historia de dos mujeres, la esposa legítima (Jacinta) y la amante de pura cepa (Fortunata), que se pasan cuatro tomos tirándose de los moños por un señorito madrileño, Juanito Santa Cruz, que tenía menos sustancia que un caldo de hospital. Un culebrón con más giros de guion que una temporada de Juego de Tronos, pero con más cocido y menos dragones. Las malas lenguas dicen que para crear a Fortunata, don Benito hizo un Frankenstein literario con pedacitos de todas las mujeres que le traían por la calle de la amargura. Era su manera de reciclar desamores.[4]
- Misericordia: Aquí Galdós se puso en modo "actor de método". Para escribir sobre la pobreza, ¿qué hizo? Pues se puso un harapo, se dejó barba de tres días y se fue a pedir limosna por Madrid para ver qué se sentía. El resultado es la historia de Benina, una criada que mendiga para mantener a su señora, una aristócrata arruinada con más orgullo que un pavo real en Nochebuena. Es un libro que demuestra que se puede tener menos dinero que un fakir y más categoría que un ministro. Una obra maestra que te reconcilia con la humanidad, justo antes de salir a la calle y que se te pase.
- Doña Perfecta: El manual de instrucciones de cómo la beatería y la intolerancia pueden amargarle la vida a cualquiera. Si usted quiere arruinarle la existencia a un familiar con ideas modernas, este es su libro de cabecera. La trama es sencilla: un ingeniero liberal y con buenas intenciones llega a un pueblo de la España profunda donde la gente usa la Biblia hasta para calzar las mesas. El choque cultural es como soltar a un vegano de Chueca en mitad de una matanza en un pueblo de Extremadura. Acaba como el rosario de la aurora, claro. Dicen que Galdós, harto de sus haters más carcas, los metió a todos en una coctelera, la agitó bien y de ahí salió el personaje de Doña Perfecta. Su particular forma de devolver un zasca.
El teatro
No contento con la novela, Galdós también le dio al teatro, ese arte en el que el autor se expone a que el público le demuestre su opinión en tiempo real, a veces con aplausos y otras con verduras. Su estreno más sonado fue el de Electra en 1901. La obra era un torpedo a la línea de flotación del clericalismo más rancio y provocó más jaleo que un penalti mal pitado en un derbi. Hubo manifestaciones, bofetadas entre el público y un escándalo que duró semanas. Don Benito, en su butaca, probablemente sonreía. Le encantaba meter el dedo en la llaga.[5]
Estilo
De cómo se apagó una enciclopedia de chanzas, según me lo refirió un plumilla en el café
Entré yo una mañana de febrero en aquel venerable café cerca de Sol, buscando el amparo de un chocolate espeso contra el frío que se colaba por las rendijas del alma, cuando me topé con el joven Manolito, un plumilla de gacetas digitales que siempre andaba al corriente de los últimos enredos de la Villa y Corte. Estaba sentado con su abuelo, don Evaristo, un caballero de los de antes que miraba el mundo con la desconfianza de quien ha visto ya demasiadas revoluciones y ninguna que arreglara el precio del pan.
—¡Válgame Dios, Manolito! —rezongaba el anciano, dando un golpe con la cucharilla en el platillo—. ¡Tanto barullo por un almanaque de chistes! Que si la Friquipolla esa…
—La Frikipedia, abuelo, Frikipedia —le corrigió el nieto con paciencia de santo—. Y no era un almanaque, sino el mayor mentidero de ingenio que ha conocido España desde los tiempos de Quevedo.
—¡Bah! —resopló don Evaristo—. Chanzas de mozalbetes desocupados. ¿Y qué fechoría cometieron para que les echaran el cierre como si fueran una casa de mala nota?
Fue entonces cuando Manolito, viéndome atento, se arrancó a contarme el sainete.
—Verá usted, don Benito —me dijo, con el brío de quien tiene una buena historia entre manos—. Imagínese usted La Flaca o El Motín, pero en ese lienzo de luz que llaman pantalla. Pues estos muchachos de la Frikipedia, que tenían más mala uva que un usurero en Cuaresma, le dedicaron un retrato, un pasquín, a los señores de la Sociedad de Autores.
—¡Huy! —intervine yo—. Mala bestia han ido a torear. Esos señores tienen el bolsillo sensible y el orgullo de un hidalgo arruinado.
—¡Y tanto que lo tienen! —prosiguió el plumilla—. El artículo, según me cuentan, era una joya del vitriolo. Les llamaban de todo menos bonitos. Les sacaron los colores hasta la entretela, comparando sus métodos de cobro con los del recaudador de un señor feudal.
Don Evaristo, que hasta entonces había estado sorbiendo su café, dejó la taza en el aire.
—Vamos, lo que se ha hecho toda la vida en los cafés y en las coplas de ciego. ¿Y por eso se armó la marimorena?
—¡Por eso mismo, abuelo! Los de la Sociedad, que deben de tener la piel más fina que el papel de fumar, en lugar de reírse o de responder con otra pulla, que hubiera sido lo propio de caballeros, hicieron lo que hacen los que tienen más dinero que ingenio: mandaron a sus abogados.
—¡Ahí le duele! —sentenció el viejo—. Cuando habla el dinero, calla la razón. ¿Y qué pedían esos prohombres tan ofendidos?
—Pedían una pila de euros, don Evaristo. Una cantidad que a usted y a mí nos permitiría vivir sin dar golpe hasta el día del Juicio Final y aún nos sobraría para invitar a la corte celestial. Y claro, el juez, viendo el percal, le aplicó a la página una especie de garrote vil digital. ¡Pum! Silencio. Donde había chistes, ahora hay un solar.
Don Evaristo negó con la cabeza, apuró su café y sentenció con esa sabiduría que solo dan los años y el haber visto mucho:
—Lo que yo te diga, Manolito. Como el señorito del casino al que le cuentan un chiste sobre los marqueses calvos y, en vez de reírse, te reta a un duelo al amanecer. España no cambia. Cambian los trastos, los cables, las maquinillas… pero el que se ofende por una broma sigue siendo el mismo tonto solemne de siempre.
Y no pude yo sino darle la razón, mientras apuntaba mentalmente la historia en un rincón de la memoria. Otro episodio, al fin y al cabo, de esta comedia sin fin que es nuestra patria.
Galdós dejó un legado tan grande que todavía se están publicando tesis sobre él. Fue el gran cronista de un país en permanente crisis de identidad, un observador minucioso con el don de la palabra. Leerlo hoy es como abrir Google Maps para el alma del siglo XIX español. Nos enseñó que las grandes historias no están en los palacios, sino en la escalera de vecinos. Fue, en resumen, un espía de la condición humana disfrazado de señor con bigote.
Chismes y referencias
- ↑ Nota del cronista: Y todo bien, que es lo que tiene mérito.
- ↑ Se rumorea que la embajada sueca en Madrid tuvo que contratar a un traductor especializado en "indignación piadosa".
- ↑ Se recomienda leerlos con un cojín lumbar y provisiones para una semana. Enganchan más que las pipas.
- ↑ Alerta de spoiler: al final, como en la vida, todos acaban regular.
- ↑ Hoy le habrían cancelado en Twitter. En aquella época, se conformaban con organizar una buena trifulca a la salida del teatro. Más pintoresco.
Véase también
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