Incilibros/Crónicas Marcianas

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El infernal verano del cohete (Enero 2099)

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-¡Sí, parece que va despegar en cualquier momento! Amigos telespectadores, espero que todos estén tan emocionados como nosotros... Recuerden que esta cuenta atrás está patrocinada por los cereales “La Tía Hortensia”. ¡Qué ricos cereales, señora, el desayuno de los astronautas que les harán ver las estrellas a sus hijos! Ojo, que me parece que ya sale el cohete... ¡Tremendo estrépito! ¡Ahí se eleva! ¡Sube y sube y sube rumbo a Marte! ¡Adelante, los valientes astronautas y el perro! Esas pequeñas llamaradas son normales, no se alteren, queridos telespectadores... ¡Vaya, cuánto humo! La primera expedición a Marte ya es una realidad... ¡Cuidado, que nos estamos desviando un poco, caramba...! No se preocupen, el transbordador está fabricado por auténticos obreros americanos... Una pequeña explosión en los motores, seguro que está todo controlado... ¡Qué gran paso para la Humanidad! El cohete se ralentiza un poquitín, pero es que las prisas nunca son buenas... Eum... parece que están dando la vuelta, ¡se les habrá olvidado algo!... (INTERFERENCIAS) ...Sin duda, están bajando con mucha calma... No se preocupen por esos pequeños fragmentos desprendidos, el armazón se mantiene intacto... (COHETE EN LLAMAS EN CAÍDA LIBRE) Vean, vean cómo el comandante ejecuta la maniobra de descenso con una destreza casi divina... (EXPLOSIÓN) ¡Ahí lo tienen! ¡Un amerizaje perfecto! ¡Justo sobre la cubierta de nuestro flamante portaaviones de la Armada! (SIRENAS DE POLICÍA Y BOMBEROS, NIÑOS GRITANDO) ...Er... Devolvemos la conexión a nuestros estudios, una pausa para la publicidad y estamos con todos ustedes para ofrecerles todos los datos... ¡Qué éxito, señores! ¡Qué éxito...! ¡Y qué calor hace hoy aquí, caramba!

Ylla y los boniatos (Febrero 2099)

En Marte, las mañanas solían ser bastante aburridas para las amas de casa marcianas que tenía que aspirar kilos y kilos de polvo rojo del porche y la terraza de sus casas a cincuenta grados bajo cero. El Señor K. y su mujer llevaban años cabreados desde que adquirieron, con gran esfuerzo económico, una casa en primera línea de playa para darse cuenta justo entonces de que en la superficie de su planeta no había agua. La señora K. oteaba el horizonte con su trompa mientras agitaba distraídamente el plumero, y el señor K. practicaba con el instrumento que le había venido de regalo con el primer fascículo del curso "Aprenda a tocar el Arpa en un año" (Editorial Planeta Agostini). Estaba algo enfadado, porque ya habían transcurrido 600 días desde que la había recibido, por lo que el tiempo se agotaba y lo único que había logrado hasta entonces era tocar "Cumpleaños Feliz" con dos dedos. La señora K. tenía ganas de hablar:

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- ¿Sabes? He tenido un sueño extrañísimo. Un señor enorme, muy blanco y muy raro bajaba de una nave, decía que venía de un tal "Planeta Tierra" y me quería vender una banderita ridícula, o algo así. York, era su nombre, ¿te lo puedes creer? Y desde entonces no se me quita de la cabeza una cancioncilla horrible totalmente absurda en un idioma que no tiene ningún sentido. Algo así como "Para bailar la Bamba". A saber qué significa eso. De verdad que es insufrible.

- ¡Hum! La Bamba, ¿eh? Y en ese sueño tuyo, ¿Qué día aparecían por aquí los bichos alienígenas?

- Pues se me hace que debía de ser mañana, porque por la tele estaban echando "El Marciano Afortunado". Los muy memos aterrizaban justo en medio del sembrado de patatas de los vecinos. ¡Bueno se ponía el señor R.! Mañana voy a hacer boniatos para almorzar. Cómprame boniatos.

El Señor K. se despertó temprano a la mañana siguiente y se encaminó decidido, escopeta en ristre, al sembrado de patatas del Señor R. Sólo llevaba unos minutos esperando cuando apareció del cielo un cacharro cilíndrico de aspecto lamentable metiendo un ruido infernal. Efectivamente, las incipientes patatas del Señor R. desaparecieron achicharradas bajo los motores del cohete que tomó tierra tras un par de botes sin consecuencias. El Señor K. armó la escopeta y apuntó directamente a lo que parecía la portezuela de salida.

La señora K. aspiraba unos cuantos kilos de polvo rojo del porche a cincuenta grados bajo cero intentando quitarse de la cabeza aquella canción ridícula que no le había dejado pegar ojo. Mientras repasaba los escalones, se oyeron tres escopetazos ahogados a lo lejos. La señora K. se detuvo un momento y se rascó la trompa. Esbozó una relajada sonrisa y siguió con su labor higienizante. Ya no recordaba la canción. Miró el reloj y se sobresaltó al comprobar lo tarde que se le había hecho. Tenía unos boniatos que preparar.

Noche de verano: se avecinan malos tiempos (Agosto 2099)

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- Te digo que la cosa no es normal... ¡Está ocurriendo por todas partes! Todo el mundo cantando esas canciones horrorosas, en esos idiomas extraños que nadie entiende. ¡Me da mala espina! Se avecina algo terrible, es algo así como el preámbulo telepático de una invasión inminente... ¿Alarmista? Por favor, me parece que los indicios son bastante claros... Debemos preparar nuestro arsenal de defensa para combatir al invasor... Eso es, la cosa se nos está yendo de las manos, habrá que hacer algo pronto o la colonización será inevitable... No, no nos podemos quedar de brazos cruzados; esos seres extraños se aproximan y amenazan con esquilmarnos y acabar con nuestra cultura y todo eso... ¿De veras? ¡De acuerdo, pero cuando el asunto ya no tenga marcha atrás y sea demasiado tarde para reaccionar, no digas que no te avisé a tiempo!

El Sr. Smith, vicepresidente ejecutivo de Warner Music Group, colgó el teléfono y permaneció unos segundos contemplando la pantalla de su televisor con cara de circunstancias. Los malditos japoneses copaban las listas de ventas de la industria discográfica. Cambió de canal para ver en las noticias el reportaje sobre la Segunda Expedición a Marte que acababa de partir esa misma mañana. Tal vez tuvieran que acabar todos exiliándose al planeta rojo para huir de los condenados amarillos.

A 230 millones de kilómetros de distancia, miles de marcianos despertaban de una noche agitada de verano canturreando tímidamente el estribillo de La Bamba, sin saber muy bien por qué.

Los Pobres Hombres de la Tierra (Agosto 2099)

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- Se lo repetiré una vez más: soy el Capitán Williams, al mando de la Segunda Expedición. Venimos del tercer planeta a partir del Sol, después de un viaje horrible con el aire acondicionado estropeado, se nos acabaron los Sudokus nada más pasar la Luna, y debo decir que estamos muy decepcionados con todo esto. Esperábamos algún tipo de comité de bienvenida; nada especial, tal vez algunas marcianitas en bikini y discretos fuegos artificiales en la plaza...

- Lo sentimos, señor mío. No han seguido los cauces preestablecidos según el protocolo de contacto interplanetario; deberán tomarse las pastillas de deportación.

- ¿Ni siquiera hay un poco de agua para empujar esto?

- Hale, hale. A tragar se ha dicho. No se preocupe; hará efecto en pocos minutos.

La insoportable levedad del contribuyente (Marzo 2100)

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Quería ir a Marte en cohete. Había recortado decenas de códigos de barras de los paquetes de cereales porque sabía que cuantos más enviara, más posibilidades tenía de ganar. Las cosas en la Tierra se estaban poniendo feas: su ex-casero le había enviado a un par de matones ucranianos para que le partieran las piernas; su mujer le había dejado los papeles del divorcio en el tubo de escape del coche en el que dormía; los norcoreanos se habían hecho por fin con La Bomba; y los japoneses copaban las listas de ventas de la industria discográfica. Era el mejor momento posible para irse con viento fresco rumbo al espacio exterior e iniciar una nueva vida a salvo de bates de béisbol, demandas millonarias, hecatombes nucleares y estribillos ininteligibles. Pagaba religiosamente sus impuestos, y aún así, los malditos mandamases de la industria aeroespacial no se mostraban dispuestos a costearle un billete en el siguiente cohete.

Ante la alambrada de seguridad de Cabo Cañaveral (anteriormente "Cabo Kennedy", anteriormente "Cabo Cañaveral"), los guardias de vigilancia le lanzaban cacahuetes mientras se carcajeaban cruelmente de su patética situación. No quería ir a Marte, le dijeron. Las dos expediciones anteriores resultaron un absoluto desastre y todos sus tripulantes habían fallecido horriblemente a manos de los cruentos marcianos (o eso se suponía, a partir de las reconstrucciones y dramatizaciones realizadas con actores semiprofesionales en los talk-shows vespertinos en la mayoría de cadenas de televisión). Cuando la policía le introdujo en la parte trasera del coche patrulla junto a un par de matones ucranianos a los que acababan de detener por intento de homicidio con bate de béisbol, y antes de que el conductor conectara la emisora para escuchar las últimas y exitosas versiones niponas del folclore tradicional de country de Ohio, pudo oir el estruendo del cohete que despegaba llevando a la Tercera Expedición rumbo al planeta rojo repleto de caramelos, chocolates y munición de racimo.

La Tercera Expedición: No hay dos sin tres (Abril de 2100)

La nave vino del espacio. Había sido un viaje duro; dieciséis tipos encerrados en un cilindro de hojalata durante varias semanas y sin alcohol pueden llegar a hacer cosas muy raras, pero el caso era que acababan de tomar tierra en el planeta rojo y ahora se asomaban por las ventanillas oteando curiosamente el panorama. El capitán John Black no daba crédito a lo que veían sus ojos.

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- No lo entiendo muy bien. ¿Eso es una cervecería?

El navegante Lustig se frotaba las legañas. En el exterior se escuchaba una canción de Bruce Springsteen directamente procedente de un establecimiento impecablemente decorado al más puro estilo americano, sombreros de cowboy incluidos. Un par de camareras de generosos escotes transportaban bandejas repletas de cervezas de la barra a las mesas, y, ah, sí, un par de tipos jugaban a los dardos al fondo. Los astronautas se quedaron mirando al frente con cara de momia.

- Mmmm.

El asunto se estaba poniendo raro, así que el capitán decidió poner las cosas en orden.

- Vale, vamos a repasar y descartar una por una y a toda velocidad todas las teorías descabelladas que se nos ocurran para explicar esta mierda antes de bajar a tomarnos unas cervezas a esa cervecería marciana de ahí delante. ¿Sugerencias?
- El cohete se desvió, caímos de vuelta a en la Tierra, nos van a inflar a leches, por payasos.
- El típico agujero negro: hemos viajado por el espacio-tiempo y nos encontramos en la América profunda del siglo pasado. Nos van a inflar a leches por culpa de estos trajes ridículos de poliespán.
- A los marcianos les gusta Bruce Springsteen y beber cerveza, prueba irrefutable de la existencia de Dios. Nos van a inflar a leches de todas formas.
- Los americanos llegamos a Marte hace una pila de años, lo anexionamos como estado nº 51 y lo mantuvimos en secreto para saltarnos impunemente la legislación de las Naciones Unidas en materia de derechos extraterrestres. Nadie nos va a inflar a leches porque somos los putos amos, como de costumbre.
- De acuerdo -zanjó el capitán-. Teorías consideradas y automáticamente descartadas. ¿A quién le apetece una cerveza?

A los cuarenta segundos, los dieciséis aguerridos viajeros espaciales se apelotonaban en la barra de la cervecería solicitando hectolitros de cerveza e introduciendo billetes en el escote de las camareras, así que pronto se disiparon los escrúpulos iniciales ante tan desestabilizador panorama. Los aguerridos viajeros espaciales no tardaron demasiado en emborracharse por completo y entonaban alegremente el himno americano junto a lo que parecían ser los parroquianos habituales del lugar. El capitán Black estaba tan borracho como el resto de la tripulación, pero había conseguido camelarse a una de las camareras que masticaba chicle de frambuesa con la boca abierta, lucía una camiseta con la inscripción "Rodeo Drive" y se mostraba dispuesta a enseñarle sus aposentos en el piso de arriba. Al capitán le desagradó su poco refinado acento sureño, pero llevaba varias semanas encerrado en un cilindro de hojalata con quince energúmenos y sentía ciertas necesidades que deseaba satisfacer. La acompañó escaleras arriba hasta un cuarto decorado con cortinas de tonos pastel y un póster de Burt Reynolds en taparrabos.

- Espérame un minuto, encanto. Me voy a echar un poco de agua por el pescuezo y enseguida estoy contigo.

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El capitán encendió un cigarrillo y se tendió sobre la cama. ¿Por qué todas las mujeres tenían que irse al baño justo antes de empezar la faena? Mientras contemplaba el techo desconchado de la habitación con los pantalones a la altura de los tobillos, se preguntaba si habría alguna máquina de preservativos en Marte y no pudo evitar esbozar una sonrisa mientras pensaba en la extraña situación. No tenía ni la menor idea del sentido de todo aquello pero ¿qué demonios? Esas oportunidades no se podían desperdiciar así como así. Sin embargo, un pensamiento le cruzó la mente de sopetón. Al principio no le dio mucha importancia y lo atribuyó a los efectos de la cerveza en colaboración con una atmósfera sustancialmente pobre en oxígeno sobre su organismo, pero enseguida empezó a darle vueltas al asunto. Casi se le podían ver un par de engranajes girando sobre su cabeza.

Supongamos que los marcianos vieron aproximarse su cohete desde la lejanía. Supongamos que los marcianos los odiaron inmediatamente, como era natural, e idearon un maquiavélico plan que combinaba telepatía e hipnosis a partes iguales, como en los programas de la tele en los que un tipo acababa cacareando como una gallina clueca. Accedieron a sus más íntimos deseos y crearon una ilusión mental grupal que les mantuviera relajados y despreocupados, para pillarles desprevenidos y darles una somanta de palos sin siquiera despeinarse. Esa teoría era mucho mejor que la del agujero de gusano que se le había ocurrido al imbécil del cocinero. Ahora que lo pensaba, esa chica se parecía demasiado a Peggy Sue, la jefa de las animadoras que había desdeñado sus ofrecimientos amatorios en su juventud con una poco reconfortante patada en los testículos.

Sacudió la cabeza intentando hacer desaparecer aquella idea absurda. Le importaba un pepino cósmico que hubiera o no máquinas de preservativos en Marte: no pensaba quedarse por allí mucho tiempo; desde luego, no nueve meses. Casi inmediatamente, la puerta del baño se abrió y apareció la camarera. Llevaba una copa de champán en una mano y un cuchillo desafilado de dos palmos en la otra. Caminaba de forma un poco rara; casi se podría decir que lo que hacía no era exactamente "caminar". Emitía un sonido sordo desagradable, casi un gruñido.

Ya no se parecía a Peggy Sue.

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