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Incilibros/La sombra sobre Innsmouth

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Troy McClure saliendo del closet
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Lovecraft sobre el anterior


I

Durante el invierno de 1927-28, los agentes del Gobierno Federal se lo pasaron pipa repartiendo estopa y arrasando hasta sus cimientos la población de Innsmouth, en Massachusetts. Se dieron redadas y arrestos indiscriminados seguidos de ejecuciones sumarias, procesos judiciales -ejem- dudosos, así como incendios y voladuras sistemáticas de gran cantidad de chabolas asquerosas y pestilentes de la población. Las quejas formuladas por numerosas organizaciones liberales fueron acalladas por medio de sobornos. Mas difíciles de disuadir fueron los periodistas, pero al fin y al cabo lo suyo no fue nada que unos buenos electrodos aplicados en los genitales no pudieran subsanar.

Pero yo voy a transgredir la ley de silencio impuesta en torno a esta cuestión, pues, si el gobierno actuó con tal brutalidad respecto a esta -en apariencia- anodina población de pescadores fue sin duda porque alguien dio el chivatazo de las cosas sórdidas y acojonantes que allí ocurrían. Y ese alguien, ese al cual los pocos supervivientes de Innsmouth tratan de soplón despreciable, fui yo: qué pasa. El mismo yo que huyó de Innsmouth como un pichafloja la madrugada del 16 de julio de 1927.

Nunca había oído hablar de Innsmouth hasta la víspera del día en que lo vi por primera vez, y tal vez por última, pues después de la que les he armado dudo mucho que me dejen volver por allí. Celebraba mi mayoría de edad dándome un garbeo por Nueva Inglaterra -turismo, casas de putas, borracheras, interés genealógico- y había planteado pasarme por Arkham, otro pueblo de chiflados de donde provenía la familia de mi padre. Viajaba en transportes colectivos, siempre buscando las líneas más baratas, que así lo que ahorraba en transporte me lo podía gastar después en actividades de baja moral y sustancias prohibidas. Fue en Newburyport donde al buscar la línea de comunicación más cutre oí hablar por primera vez de Innsmouth. El empleado de la estación de autobuses, un tipo feo, con torva faz y sonrisilla sardónica, consideró que mis esfuerzos por ahorrar bien merecían un escarmiento su asesoramiento y me sugirió una curiosa solución.

No hacen falta grandes dispendios para gozar de un viaje inolvidable.

-Creo que podría coger el autobús destartalado, aquí nadie es tan temerario como para cogerlo. Pasa por Innsmouth, un pueblo de mala muerte que la gente rehuye. El conductor es de allí, un auténtico gilipollas. No me explico de qué vive esa empresa, el billete debe ser barato, pero nunca lleva más de dos o tres tipos, y todos de Innsmouth. El autobús en sí mismo es una cacharra que cualquier día se queda en mitad de la carretera, yo ahí no me meto ni loco. Por todo ello y por la pinta de pringao que usted tiene se lo recomiendo ¿qué le parece?.

Como yo soy terco y pertinaz -hay quien dice que más bien soy estúpido, qué sabrán ellos- estas admoniciones de mi interlocutor, lejos de desanimarme en mi empeño de adentrarme en tal población, hicieron que mi curiosidad aumentara, así que seguí preguntando a mi orientador ¿por qué habría de desconfiar de él?

—¿Innsmouth? Sí, es un pueblo bastante repugnante. Lo único que hay que funciona es una vieja refinería de oro que fundó Obed Marsh, un lobo de mar. La refinería producía joyas extrañas y más horteras que bailar la música del telediario. Ahora el negocio lo lleva su nieto, un viejo chiflado que no sale de su casa, cuentan que tiene vitiligo, la enfermedad esa de la piel de Michael Jackson, o algo aun más raro. Se dice que en ese pueblo se celebraban cultos satánicos y sacrificios humanos, vamos, lo típico de los pueblos. Tienen también ahí un arrecife... Arrecife del Diablo lo llaman. Cuando baja la marea creo que lo usan de picadero. Dicen que el capitán Obed Marsh iba mucho por ahí a aliviarse, menudo canalla, je, je. En realidad lo que hay contra Innsmouth es un prejuicio racial, la gente tiene pinta rara, se rumorea que es porque tienen sangre extranjera, pero creo que solo es que comen demasiados arenques, pues la pesca ahí es abundante. De todas formas, como yo soy un cabrón y un protonazi veo bien que la gente desconfíe, qué quiere que le diga, que se empieza por tragar con los de Innsmouth y se termina diciendo que los negros son personas. Hay ahí un hotel que se llama el Giliman o algo así. Un inspector de Hacienda se alojó una noche allí hace algún tiempo. Salió espantado y contando cosas raras de ruidos extraños y bocartes agresivos ¡qué risa!.

Pues mira tu que, oído todo esto, decidí que pa' allá que me iba, seguro que me lo iba a pasar chupi guay echándome unas risas a costa de los paletos del pueblo ese. Antes me pasé por la biblioteca, donde la anciana bibliotecaria me enseñó uno de los abalorios típicos del villorrio y me contó que quienes cortaban el bacalao en Innsmouth eran los tipos de una especie de secta extraña llamada la Orden de Dagón, un sincretismo raro que involucraba piscifilia. El viejo Marsh andaba metido de por medio, cómo no.

II

A la mañana siguiente me planté en la parada de autobús. Al poco tiempo apareció la tartana pintada de un color que algún día había sido verde. Giró y, pegando un llantazo contra el bordillo que casi me tira de culo del susto, frenó al lado de donde yo estaba. Solo venían tres pasajeros, más bien jóvenes, con pinta mugrienta, simiesca y andares tontos, que se bajaron del autobús y se perdieron en el cine erótico al fondo de la plaza.

Subí al autobús y allí me topé de frente con el conductor. Tenía cara de besugo, ojos saltones e inexpresivos, orejas soplilleras, unos labios como los de Carmen de Mairena y cuatro pelos churretosos y mal puestos. Tenía unas manos como barcas que si te daba una hostia te vestía de torero. Sus pies eran también muy grandes, así que si es verdad lo que dice la leyenda urbana sobre la proporcionalidad, hemos de imaginar que también andaba bien de badajo. Despedía un fuerte olor a pescado, por lo cual deduje que, o bien tenía una desmesurada afición por el sushi, o bien hacía meses que no se daba una agüilla por los genitales. Sus rasgos no parecían asiáticos, polinesios ni negroides, pero evidentemente eran extranjeros, o lo que es lo mismo: una degeneración biológica, porque no eran de pura raza aria como los de los angloamericanos como nosotros.

Había algo en los lugareños que les daba un saborcillo particular... un sabor así como a mar.

Total, que nos pusimos en marcha. El paisaje, que se adivinaba soso ya de por sí, estaba descuidado, lleno de porquería y, en definitiva, hecho una puta mierda. Tras un deprimente viaje en la bamboleante cafetera llegamos a la sombría localidad de Innsmouth. De ésta, casi mejor ni hablar. Un montón de casuchas medio podridas agolpadas de la peor manera unas contra otras. El olor a pescado demasiado pasado se hacía intenso e insoportable. Pasamos delante de una iglesia en cuya portada se leía Orden Esotérica de Dagón y frente a la misma estaba su capellán. Ja, ja, menuda pinta de mamarracho tenía: con su extraña túnica y una tiara con la peculiar factura de la zona se parecía a Rappel. Y eso por no mencionar su pinta de boquerón. Sí, creo que desde ahora me referiré al aspecto de estos paletos arrodaballaos como "pinta de Innsmouth", anda que no son ridículos los muy pazguatos.

Finalmente paramos frente al Hotel Giliman, y me apresté a registrarme y dejar ahí mi maleta. El hotel no tenía mejor pinta que el autobús, jamás me he alojado en establecimiento más cutre que ese. Decoraban la recepción un ajado poster de la revista Penthouse en el que se veía una escena de zoofilia en la que una señorita se lo montaba con una especie de salmón, un cenicero en el que figuraba una curiosa inscripción -Cinzano- y una pizarra en la que podían leerse los resultados de una jornada de Liga disputada lo menos hace diez temporadas, que hasta aparecía el Logroñés. El recepcionista era un ser con rasgos que denotaban un cierto retraso mental y al que se le caía la baba. Hice los trámites pertinentes y salí de ahí como alma que lleva el Diablo.

Paseando por el destartalado y semipodrido pueblo solo se veían unos pocos canis y chonis, todos ellos con ojos vidriosos y una cara inexpresiva que podía achacarse a la "pinta de Innsmouth"... o tal vez a una resaca mal llevada, quién sabe. Divisé un establecimiento perteneciente a la cadena de ultramarinos Mercadona y, en la esperanza de que hubieran contratado a algún inmigrante que se mostrara propicio a realizar duras jornadas de trabajo a cambio de remuneraciones insignificantes, o en otras palabras, que también fuera forastero y estuviera dispuesto a echar un parlao y descojonarse conmigo de los lugareños, crucé las puertas del mismo.

Efectivamente el dependiente resultó ser un joven de fuera que, decía, había aceptado el empleo solo para poder pagarse el Master de Profesorado (antiguo CAP) que estaba haciendo por correspondencia, y aun así no sabía si no le hubiera merecido más la pena, a estos efectos, haber entregado su virginidad anal. Estaba hasta los cojones de este puto pueblo, del pestazo que él emanaba y no digamos de los merluzos de sus habitantes, según me contó. Eran una banda de analfabetos que en lo único que se entretenían era en hacer competiciones de natación y en las sectas éstas que se habían montado, de las cuales eran bastante meapilas. Los jóvenes eran una panda de ni-nis y no había viejos, que él -el dependiente- no sabía si es que los metían en residencias ilegales o qué ocurría. Se decía que cuanto más mayores eran los habitantes del lugar, más pinta de lubina tenían, y que tal vez simplemente no salieran a la calle por ser en extremos feos y repugnantes aun para ellos mismos. El único viejo que se veía por el pueblo que tenía un aspecto normal, si es que a lo suyo se le podía llamar así, era Zadok Allen, un borracho no del todo en sus cabales que por unos tragos de whisky seguro que me entretenía la tarde contando historias extrañas. Si iba a comprar el whisky para emborrachar al viejo, me aconsejaba, mejor lo hacía ya y no esperaba a más tarde, porque ante la perspectiva de un forastero con dinero lo más fácil es que alguno de los abesugados ni-nis del lugar me atracara violentamente, pues resultaban de natural de carácter hosco y agresivo así como amigos de lo ajeno. Hice como me dijo y metiéndome en el bolsillo de la gabardina la recién adquirida botella de whisky DYC di las gracias al dependiente por la información, que me sería de gran utilidad, y me dirigí a buscar al viejo que, por lo visto, solía vagar por los muelles entre curda y curda.

III

El locuaz Zadok Allen, quien me contó todos los cotilleos del lugar.

No fue difícil encontrar al viejo Zadok Allen, a quien pronto pude localizar encaramado a un cubo de basura en el que buscaba, tal vez, algo que comer. Era un anciano barbudo, mugriento, que se envolvía en harapos, y aun así, de entre los nativos de Innsmouth que había visto hasta ahora era de largo el que tenía un aspecto más presentable. Le mostré la botella de whisky de forma pícara e insinuante y conseguí, tras la mejor sonrisa que pudo ensayar con las cuatro piezas que aún no habían caído de su séptica dentadura, que me siguiera por los muelles hasta llegar a una zona apartada y oscura, cercana a la playa. Según me senté en lo alto de unas dunas oí un «¡eh, zeñó!» débil y jadeante a mi espalda. Dejé que el viejo me alcanzara y le permití que echara un buen trago. Tras esto empecé a hacerle muchas preguntas sobre Innsmouth y su tenebroso pasado. -¡Acabáramo'! -dijo el viejo Zadok- ¡Yo creí que a cambio del güiski uzté querría una mamada, como la mayoría de lo' zeñorito' turizta'!¡Pue' ningún problema en contarle a uzté la' hiztoria' que uzté quiera, pero deme toa la botella pa' mí!.

Nunca ha habío otro como er capitán Obed Marsh... ¡menudo hijo de la gran puta!¡Je, je! Todavía me paese que lo veo cagándose en Dios en medio la iglesia y berreando que había diose' mejore', que daban bueno' pescao'.

Por lo visto lo' había conosío en una isla allá a tomar pol culo, donde había uno' nativo' que tenían pescao' pa' aburrí. Paese que e'to' indio' hasían sacrificio' humano' a una espesie de diose' que vivían bajo el mar, y que le' daban favore' a cambio. Yo no lo' jusgo, pue' el folclore de cada lugar e' el que e', ya me entiende, y a e'to' sere' , que eran así como pese' le gustaban lo sacrificio' humano', que cada quien tiene su' gusto' que son muy respetable'. Así que cambiaban muchacho' por pescao' y todos tan contento'.

Cuando le' llegó la época de selo a aquellos sere' con pinta de sapo, los indio' como que no lo veían. Porque una cosa e' haser sacrificio' humano' a uno' pece' mutante' y otra que te quieran enhebrar, usté ya me entiende. Pero lo' pese' esto' le' dijeron que lo' hijos que tendrían serían inmortale', y que al prinsipio saldrían así normale', pero que luego cuanto ma' viejo' fueran ma' pinta besugo le' entraría hasta que se fueran a viví al mar, donde no morirían a no ser que lo' mataran a hostia'. Y paese' que a lo' indio' lo de cambiar la inmortalida' por ser pescao' ello' mismo' no les paresió mal, porque aunque sea' un inmortal ma' feo que pisio siempre puede' engatusar humana' pa eshar un polvo igual que lo' peseh le' engatusaron a ello'.

Obed Marsh, a quien por sierto, usté me recuerda bahtante, también lo vio bien, y pasó a cal y fuego a toh lo' indio', y así lo' pese' tuvieron que llega' a un pacto con él para poder pillar. Así que ahora cada vez que lo' pese' quieren eshar un kiki van al Arresife der Diablo y si te decuida' te ponen el culo como la bandera del Japón, que también lo' hay invertío', ya me entiende usté'. Por eso en este pueblo tós tien pinta de besugo.

¡Oiga, mire!¡Tan allí en la playa!¡Lo' pese'!¡No han visto!¡A mí!¡El horror, el horror!.

Así fue como el viejo Zadok Allen, fruto del delirium tremens producido por el whiskazo de pésima calidad que le había proporcionado entró en pánico y se puso a dar gritos, con lo cual tuve que calmarle rompiéndole el casco de la botella en el cráneo. Allí le dejé y procurando esconder bien el cadáver me fui meditabundo a mi habitación en el hotelucho de mala muerte ese.

IV

Al anochecer estaba en mi habitación en el hotelucho, meditando sobre lo que me había contado el viejo Zadok Allen y, por qué no reconocerlo, estaba cagado de miedo. Había cerrado con pestillo la puerta de la habitación y estaba en pleno tembleque escondido bajo las sábanas, en una situación que a cualquiera que me viera le produciría auténtica vergüenza ajena.

De repente, empecé a oir ruidos extraños. Eran unos gañidos y borboteos infrahumanos que provenían del piso de abajo. Mi pánico no hizo más que aumentar cuando noté que algo pesado y viscoso golpeaba la puerta mientras expresaba, con un desasosegante timbre de voz que no era del todo humano, lo que parecía no ser otra cosa que un impío sortilegio destinado a hacer sucumbir mis sentidos y mi cordura por medio de un terror profundo y atávico, cuya transcripción más aproximada en nuestros fonemas podría ser algo tal que así:

"[...] Hawaii-Bombay, me meto en el baño

Le pongo sal y me hago unos largos

Para nadar, lo mejor es el mar.

[...]

Los golpes se hacían cada vez más intensos de tal manera que retumbaba toda la habitación y hasta las múltiples cucarachas que corrían por los desconchados tablones del suelo parecían sobresaltadas. Petrificado por el pánico, en cuanto fui capaz de recobrar la presencia de ánimo no me lo pensé dos veces y salté por la ventana con el objetivo de llegar al tejado del edificio de en frente y huir así de mi perseguidor. Lástima que me olvidara de abrir la ventana, porque el salto fue de órdago, que ni los de Matrix, y logré alcanzar mi objetivo, aunque cierto es que quedé hecho un Ecce Homo. Desde el tejado del edificio contiguo se divisaba en la costa una terrorífica visión: una multitud de seres híbridos entre merluzos y seres humanos copaba el brazo de mar que se extendía desde el Arrecife del Diablo hasta la población de Innsmouth, agolpándose entre ellos de tal manera que recordaban tanto al primer día de las rebajas como a otra visión no menos terrorífica que tuve en el pasado, al visitar Madrid: las carpas del lago del parque del Retiro.

Sobreponiéndome al asco y al pánico logré descender por el interior del edificio hasta el portal del mismo, y allí escondido pude ver cómo salían del hotel mis perseguidores, semejantes a un híbrido entre simio, rana y pez gato que despedían un olor mefítico mientras iban repitiendo el sortilegio anteriormente citado. Afortunadamente pasaron de largo, circunstancia que aproveché para perderme por las calles, por las que deambulaba como si fuera un alma en pena o, si acaso, el descarnado espíritu de un asistente a un cotillón de Nochevieja. Sea como fuere logré llegar hasta la vía de tren abandonada, única salida del pueblo por donde a mis besugos perseguidores no les daría por buscarme. Tras recorrerla durante unos cuantos metros llegué a un puente desde el cual se divisaba el cruce entre la vía y la carretera, y allí me agazapé entre unos arbustos al ver a un grupo de estos seres aproximarse al mismo (siempre repitiendo el mismo maleficio, ya expuesto, que por poco no me hizo sumergirme en los abismos de la locura). Mi horror al divisar a unos pocos metros la faz de una de estas criaturas fue tan indescriptible que me desmayé como el melifluo que soy.


V

La brisa de la mañana me hizo recobrar el conocimiento y, viendo el terrendo despejado y libre de monstruos aboqueronados, salí de allí por piernas tan rápido como éstas me lo permitieron, poniéndome en contacto con las autoridades gubernamentales y dándoles una descripción tan vívida y detallada de lo que aquí sucedía que resolvieron pasar el lugar a cal y fuego. No obstante, haciendo ciertas averiguaciones sobre el pasado de mi familia he descubierto que mi primo-tatarabuelo, por parte de madre en segundo grado no era otro que el capitán Obed Marsh, hecho que me ha hecho sentir la llamada del mar. Cada mañana me miro al espejo y me veo más cara de arenque. Sí, en mis sueños me llama, veo ciudades sumergidas y oigo una canción: "Bajo el maaar, bajo el maaaaaar, Hay bailarinas, son las sardinas, ven a bailar...". Creo que iré a visitar a mi primo el que está recluido en el frenopático y nos iremos los dos juntos a hacer submarinismo, pero sin bombona, a pelo a conejo. Verás qué divertido.

Moraleja de esta historia

No hay que ir a los pueblos a reírse de los modos rústicos de los que allí viven. Pueden enfadarse y tirarte al pilón. O darte un par de hostias bien dadas. Y además, nadie te dice que tu bisabuelo no procede de allí y que tú, en el fondo, no eres uno de ellos. Por tanto, si en ese pueblo lo que hacen es transformarse en peces, igual terminas en una piscifactoría o un acuario tú también. O cocinado a la sal.

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